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Lugares que ya no existen, crónica de los rincones olvidados de Campeche

Por: Ángel Leandro Torres Damas

Últimamente he empezado a salir a caminar por el malecón. La razón es simple: quiero bajar de peso. No es una gran historia al principio. Solo soy un joven de 21 años con audífonos puestos con la intención de mejorar su imagen y salud. Lo curioso es que, mientras mi cuerpo avanza, mi pensamientos y recuerdos también lo hacen. Y en ese andar, los pasos me transportan al pasado. Un pasado olvidado para muchos. Un pasado desconocido para otros. 

En ese caminar, los recuerdos, los sentimientos, vienen a mi mente. No soy filósofo, ni pretendo serlo. Sólo es mi mente que me transporta al pasado, al presente y al futuro. Son Imágenes que aparecen cuando paso por ciertos lugares. Y es que hay algo en ese caminar frente al mar, en ese andar mientras escuchas el murmullo del brizonte (brisa que nace del horizonte según el poeta Juan José Arriola). Son las esquinas de la ciudad que vas viendo del otro lado del malecón que te devuelve a lo que viviste sin que lo pidas. Me pasa seguido al pasar frente a tres puntos específicos: Blockbuster de Plaza del Mar, el Cine Hollywood, McDonald's y el antiguo parque Moch Cohuó. Sí, lugares que ya no están, pero que para mí y para muchos fueron emblemáticos. 

Estos lugares desaparecieron hace aproximadamente una década. Y yo todavía los extraño. ¿Cómo no hacerlo? si fueron parte de mis primeras aventuras, de mis fines de semana con mis padres, de los días más felices de mi infancia. Cuando uno es niño no se imagina que un lugar tan cotidiano pueda desaparecer. Y cuando lo hace, deja una especie de eco que con los años se convierte en nostalgia. 

Mi lugar favorito era Blockbuster. Esa tienda de películas era un mundo entero para mí. Creo que podría pasarme horas recorriendo los pasillos, revisando carátulas, eligiendo la película que vería el fin de semana. Apenas cruzaba la puerta, me envolvía ese aire frío de aire acondicionado, y el pitido que hacía el sensor al entrar me hacía sentir que estaba abandonando el mundo real y entrando a un mundo de sueños atrapados en discos. Hoy, cuando paso frente a ese local vacío en el malecón —con sus vidrios opacos y letreros descoloridos—, todavía lo veo. No con los ojos, sino con la memoria, con el alma de niño. Ese niño que muchos llevamos. Ahí siguen los estantes, las luces, las cajas. Ahí sigo. Con diez años, caminando entre sueños de VHS, DVD y Blu-ray, buscando una nueva aventura. 

El Cinemas Hollywood tenía otro tipo de magia (aunque temo que solo sea la magia que le dan mis recuerdos). Iba con mi papá, que a pesar de no ser el mayor conocedor de cine, su gusto por la cultura pop se me pegó irremediablemente.

Recuerdo bien su fachada: un edificio de tonos cálidos con patrones de rombos en colores beige y blanco. Las palmeras alineadas al frente, altas y firmes, le daban un aire casi vacacional, del trópico.

El letrero azul brillante con letras grandes que decía “CINES HOLLYWOOD” iba acompañado de un carrete de película gigante color rojo. Afuera, el bullicio: gente haciendo fila, coches estacionados, vendedores ambulantes ofreciendo marquesitas o elotes. Por dentro predominaban el blanco y negro, junto al clásico beige que caracterizó a ese cine. A diferencia del Cinépolis actual, su interior parecía rendir homenaje a la historia del cine mismo, con pósters de películas que se estrenaron muchos años atrás, no solo las que estaban en cartelera. Incluso recuerdo que los mismísimos baños tenían pósters en su interior.

Pedíamos nachos —para mí, los mejores que he probado— y buscábamos nuestros asientos, que no eran numerados. Los mejores se conseguían llegando temprano a la sala, no comprando antes el boleto. Era divertido y emocionante, a veces, estresante. El Hollywood tenía algo que los cines de ahora ya no tienen: intermedios. Un par de minutos en medio de la función donde se prendían las luces y todo el mundo podía estirarse, comentar, ir por más golosinas y bebidas. Me parecía increíble. Todo eso formaba parte de la experiencia. Uufff, que tiempos.

En ese caminar por el malecón, mis ojos y mi mente se aferran al parque Moch Cohuó, antes de su remodelación. Recuerdo las risas de los demás niños, los juegos ligeramente oxidados, que podían generar alguna herida, pero saben, nos valía. Era adrenalina pura. Era horrible estar de día por la falta de árboles, pero de noche era el paraíso. No solo eran los juegos, también los puestitos de pequeños comerciantes que vendían juguetes que se rompían rápido, pero por la noche eran la ilusión más grande.

No olvido a los muy populares pintacaritas, o los que se dedicaban a rentar taburetes de pintor y el paquete dibujo y pintura incluidos para que los niños hicieran sus mejores trazos. Uno se creía el próximo Van Gogh. Ahora el parque es distinto: moderno, ordenado, tal vez más funcional. Pero también más distante. Como si lo hubieran hecho para verse mejor en fotos y videos, pero no para convivir con la familia, como en el pasado.

McDonald's era otra parada clásica, sobre todo después del cine o del parque. Pero más que por la comida, íbamos por el ritual familiar. Yo iba los domingos por la mañana antes de ir a ver a mi abuelita en su pueblo, más por el juguete que por la comida. Recuerdo su fachada con ese rojo vibrante y las formas redondeadas del edificio, como sacadas de una caricatura. Tenía un estilo peculiar, casi como de los años 90´s, con una pequeña torre circular que parecía un faro de nostalgia. Era imposible no identificarlo desde lejos, sobre todo con la estatua de Ronald McDonald saludando desde el techo. Las mesas de plástico, las estatuas de los personajes caricaturescos, y ese olor inconfundible a papas fritas y nuggets.

Con el tiempo, ese McDonald's fue cambiando. La estructura original fue modificada, el rojo fue reemplazado por un diseño más moderno, más sobrio, con ladrillos oscuros y una estética que intentaba parecer elegante. Pero algo se perdió en la transición. A pesar de que seguía siendo McDonald's, ya no era ese McDonald's. El área de juegos perdió encanto, los niños aparecían menos y la magia infantil que lo envolvía se fue desvaneciendo poco a poco.

Finalmente, cerró. El edificio quedó abandonado durante un tiempo, como un fantasma de lo que fue. Luego lo demolieron. Hoy ya no está. Hoy ya es historia y aunque hay otros lugares de comida rápida en la ciudad, ninguno ha logrado reemplazar ese sentimiento exacto de ser niño y estar ahí. Porque más que un restaurante, era un pedacito de infancia en forma de edificio.

Caminar por el malecón, ahora que lo hago con frecuencia, se ha vuelto más que un ejercicio físico. Se ha vuelto una especie de recorrido emocional. Cada paso me conecta con un lugar que ya no está, con una parte de mí que fue y que aún camina conmigo.

No me duele recordar, pero sí me deja pensando. En cómo cambian las ciudades, en cómo cambia uno. Y aunque Campeche ya no es exactamente como en mi infancia, me gusta pensar que esos lugares, los que ya no están, siguen ahí de alguna forma. Como fantasmas amigables. Como mudos testigos de la historia de mi infancia. Cómo un eco de lo que fue esta ciudad. Y tal vez eso sea lo que más importa: no dejar que desaparezcan del todo. Que sigan viviendo en mi memoria.

Autor
Administradora

Andrea Abigail Esquivel Castillo

¡Hola, soy Abigail!

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